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Testigos forzosos
Simón de Cirene regresaba del campo. Entrando en Jerusalén se cruzó con una tropa muy singular conducida por soldados: había tres condenados, y cada uno cargaba una cruz. Dos eran ladrones, pero, ¿quién era el tercero? Era Jesús, condenado injustamente, pero víctima voluntaria por obediencia a Dios.
Simón regresaba tranquilamente a su casa cuando de repente los soldados lo detuvieron y le obligaron a llevar la cruz del Señor Jesús. Siguió, pues, ese cortejo y oyó a Jesús hablar a las mujeres que le seguían llorando (Lucas 23:26-27). Al llegar a casa, ¿cómo contaría Simón lo que le había sucedido? Alejandro y Rufo, sus hijos, seguramente quedaron impresionados. Si se nos dan sus nombres (Marcos 15:21) es porque quizá creyeron (Romanos 16:13).
Un oficial del ejército romano estaba en el Calvario vigilando el innoble trabajo de sus soldados. La multitud insultaba al crucificado del medio, pero el oficial se hizo esta pregunta: ¿Quién es ese condenado para que tenga que oír semejantes injurias? Un cartel lo designaba como “Jesús Nazareno, rey de los judíos”.
Las palabras que pronunció desde lo alto de la cruz, la oscuridad repentina, el clamor de Jesús: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”, luego el terremoto, todas estas cosas impresionaron mucho al oficial, quien, después de la muerte de Jesús, testificó: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Marcos 15:39).
Querido lector, ¿ésta es también su profunda convicción?
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