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En la consulta del fisioterapeuta
Era invierno. Mi hija tenía una bronquiolitis y el médico le prescribió sesiones de fisioterapia respiratoria. Llegamos a la cita, coloqué a la niña sobre la mesa y dejé que le hicieran la terapia mientras yo tomaba su mano. El médico no tenía otro remedio que darle un enérgico masaje; ella sentía que se iba a ahogar. Me miraba con ojos suplicantes, pero lo único que yo podía hacer era apretarle la mano más fuerte y animarla tiernamente. ¡Cómo me hubiera gustado tomarla en mis brazos y liberarla de ese penoso tratamiento! Era como si ella me dijera: «¿Por qué me miras sin hacer nada? ¡Ves que estoy sufriendo!». En realidad yo sufría más que ella... Era demasiado pequeña para entender que todo esto era para su bien, y que después se sentiría mejor.
Cuando estábamos a punto de salir, sentí una manito deslizarse en la mía con la misma confianza infantil que cuando llegamos a la consulta. Ese gesto tan simple me conmovió y me enseñó una gran lección.
A veces Dios permite que sus hijos pasen por momentos difíciles. Nos parece que nos ve sufrir sin hacer nada, mientras le sería tan fácil librarnos. Pero si no interviene durante cierto tiempo, es porque tiene sus razones. No nos dejemos, pues, atormentar por las apariencias. Nuestro Dios nunca es indiferente; él es sabio y quiere nuestro bien. No dudemos de su amor. Incluso si a veces se nos escapa una queja, confiemos sencillamente en él.
Ezequiel 12 - Hechos 20:17-38 - Salmo 34:1-6 - Proverbios 11:23-24
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